domingo, 27 de mayo de 2007



Desmadre a babor
• ¿Qué pasaría si treinta novios y novias celebraran juntos su última gran juerga antes del gran día? Eso ocurre cada semana en ‘El barco de las despedidas’, un guardacostas francés de 1947 ‘anclado’ en las turbulentas aceras de un polígono industrial de Mataró (Barcelona).


Son las diez de la noche de un sábado cualquiera. Centenares de personas embarcan en un imponente guardacostas en Mataró (Barcelona). Nada extraño de no ser por unos sorprendentes detalles. Uno: el barco no está en el puerto sino que permanece atracado ¡en medio de un polígono industrial! Y dos: la mayoría de las pasajeras llevan penes (de plástico o peluche) en la cabeza, colgados del cuello o en cualquier otra parte de su anatomía. Entre los chicos destacan algunos por sus atrevidas y nada elegantes indumentarias: Alberto lleva un maillot de pantera con un tutú de bailarina por el que le asoman sus atributos, afortunadamente a resguardo bajo los calzoncillos; Jose parece una muñeca chochona vestido completamente de rosa (minifalda y peluca incluidas): “El cabrón de mi cuñado me ha vestido así”, se queja avergonzado; otro lleva un delantal del que a la altura de la pelvis le cuelga una especie de manguera color carne que casi le arrastra... No hay duda, semejante fauna sólo puede celebrar una cosa: sus despedidas de solteros. Hasta 700 personas se desmelenan cada _ n de semana en El barco de las despedidas (www.despedidasenbarco.com), una de las opciones con más éxito para correrse la última juerga antes de pasar por la vicaría. Desplazamiento en autobús, cena (entremeses y pollo) con sangría, postre erótico, una copa y estriptis por 60 euros, aunque hay otros precios, según necesidades. “Del barco de Chanquete, no nos moverán”, cantan las 23 chicas de la mesa de la despedida de Noelia, que van ¿vestidas? de mariquitas. “Hemos venido aquí porque el año pasado me lo pasé muy bien. Pillé una cogorza increíble y los estríperes están muy bien”, relata la amiga encargada de organizar la sorpresa. Los invitados de cada despedida se van mezclando, se tiran panes, servilletas, se piropean, se nota que hay buen rollo... “Nunca hemos tenido ni una pelea y sí mucho cariño; una pareja que se conoció aquí acabó casándose, un camarero se casó con una clienta. Aquí el que no liga es porque no quiere”, cuenta Encarni Vargas, gerente de este negocio familiar que creó su padre hace doce años. Cuando el ambiente ya está caldeado y las jarras de sangría comienzan a hacer efecto, llega la hora del postre. Los novios son agasajados con una dulce vagina, y ellas con un pene (ambos de chocolate, claro) con un elegante toque de nata en la punta. “¡Vaya aparato! Esto no se ve todos los días... La de mi chico es más pequeña”, dice una exaltada novia cuyo nombre ocultaremos para no humillar a su futuro esposo. En una mesa, un grupo sin disfraces ni adornos parecen bastantes calmados, hasta que pasan por su lado dos chicas con las faldas muy cortas y las piernas muy largas... Los modales se pierden, comienzan los piropos y el novio acaba descamisado. Y tras la cena, estriptis privado para el que lo contrate. “Si te hubiera pillado con unos años menos, te ibas a enterar”. Lejos de ruborizarse, María Luisa, setentona, y suegra de la novia, no se corta ante el estríper que se ha sentado encima de ella con sólo un tanga. Mientras, en la discoteca del barco comienza la marejada con aires de fuerte marejada... Y si de una boda –dicen– sale otra boda, de una despedida, en este barco puede salir... cualquier cosa.

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